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Do you believe in God?



MONASTERIO SAN JUAN DE LA PEÑA


Gente curiosa

Soledad, de cinco años, hija de Juanita Fernández: ––¿Por qué los perros no comen postre?

Vera, de seis años, hija de Elsa Villagra:

–¿Dónde duerme la noche? ¿Duerme aquí, abajo de la cama?

Luis, de siete años, hijo de Francisca Bermúdez:

–¿Se enojará Dios, si no creo en él? Yo no sé cómo decírselo.

Marcos, de nueve años, hijo de Silvia Awad:

–Sí Dios se hizo solo, ¿cómo pudo hacerse la espalda?

Carlitos, de cuarenta años, hijo de María Scaglione:

–Mamá, ¿a qué edad me sacaste la teta? Mi psicóloga quiere saber.



Índice de inmortalidad infantil

Cuando Manuel tenía un año y medio, quiso saber por qué no podía agarrar el aqua con la mano. Y a los cinco años, quiso saber por qué se muere la gente:

–Y morir, ¿qué es?

–¿Mi abuela se murió porque era viejita? ¿Y por qué se murió un nene más chico que yo, que lo ví ayer en la tele? ––¿Los enfermos se mueren? ¿Y por qué se mueren los que no están enfermos?

–¿Los muertos se mueren por un rato o se mueren del todo?

Al menos, Manuel tenía respuesta para la pregunta que más lo mortificaba:

–Mi hermano Felipe no se va a morir nunca, porque él siempre quiere jugar.


Susurros

Luiza Jaguaribe estaba jugando en el jardín de su casa, en las afueras de Passo Fundo. Brincando en un solo pie, iba contando los botones del vestido:

–Uno, dos, porotos con arroz.

Contando los botones, adivinaba el marido que el destino le daría. ¿Se casaría con rey o con capitán, con soldado o con rufián?

–Tres, cuatro, porotos en el plato.

Pegó una voltereta en el aire, abrió los brazos, cantó:

–Cinco, seis. íMe caso con el rey!

Y al darse vuelta, chocó con las piernas de su padre y cayó al suelo. El padre, inmenso, alzado contra el sol, dijo:

–Basta, Luizinha. Se acabó.

Así, ella supo que el tío Moro ya no estaba más.

Se fue al Cielo, le dijeron. Y le dijeron que tenía que quedarse quieta y callada.

Pasaron unos días, llegaron las fiestas.

Aquella cena de Nochebuena juntó un familión. Luiza descubrió una parentela que jamás había visto, un gentío de ropas de luto.

La tía Gisela se sentó a la cabecera de la mesa interminable. El vestido negro, de cuello alto abotonado, le quedaba lindísimo, era una reina; pero Luiza no se atrevió a comentarlo.

Erguida la cabeza, la mirada perdida en el aire, la tía Gisela no probó bocado ni dijo nada. Hasta que a la medianoche, en pleno bullicio, habló:

–Dicen que hay que querer a Dios. Yo lo odio.

Lo dijo suavecito, casi callando. Sólo Luiza la escuchó.


Cursos prácticos

Joaquín de Souza está aprendiendo a leer, y practica con los carteles que ve. Y cree que la P es la letra más importante del alfabeto, porque todo empieza con ella:

Prohibido pasar

Prohibido entrar con perros

Prohibido arrojar basura

Prohibido fumar

Prohibido escupir

Prohibido estacionar

Prohibido fijar carteles

Prohibido encender fuego

Prohibido hacer ruido

Prohibido...


Reglas

Cherna jugaba con la pelota, la pelota jugaba con Chema, la pelota era un mundo de colores y el mundo volaba, libre y loco, flotaba en el aire, rebotaba donde quería, picaba para aquí, saltaba para allá, de brinco en brinco: pero llegó la madre y mandó a parar.

Maya López atrapó la pelota y la guardó bajo llave. Dijo que Chema era un peligro para los muebles, para la casa, para el barrio y para la ciudad de México y lo obligó a ponerse los zapatos, a sentarse como es debido y a hacer las tareas para la escuela.

–Las reglas son las reglas –dijo.

Cherna alzó la cabeza:

–Yo también tengo mis reglas –dijo. Y dijo que, en su opinión, una buena madre debía obedecer las reglas de su hijo:

–Que me dejes jugar todo lo que yo quiera, que me dejes andar descalzo, que no me mandes a la escuela ni a nada parecido, que no me obligues a dormir temprano y que cada día nos, mudemos de casa.

Y mirando al techo, como quien no quiere la cosa, agregó:

–Y que seas mi novia.


La buena salud

En alguna parada, un enjambre de muchachos invadió el ómnibus.

Venían cargados de libros y cuadernos y chirimbolos varios; y no paraban de hablar ni de reír. Hablaban todos a la vez a los gritos, empujándose, zarandeándose, y se reían de todo y de nada.

Un señor increpó a Andrés Bralich, que era uno de los más estrepitosos:

–Qué te pasa, nene? ¿Tenpés la enfermedad de la risa?

A simple vista se podía comprobar que todos los pasajeros de aquel ómnibus habían sido, ya, sometidos a tratamiento, y estaban competamente curados.


El maestro

Los alumnos de sexto grado, en una escuela de Montevideo, habían organizado un concurso de novelas.

Todos participaron.

Los jurados éramos tres. El maestro Oscar, puños raídos, sueldo de fakir, más una alumna, representante de los autores, y yo.

En la ceremonia de premiación, se prohibió la entrada de los padres y demás adultos. Los jurados dimos lectura al acta, que destacaba los méritos de cada uno de los trabajos. El concurso fue ganado por todos, y APRA cada premiado hubo una ovación, una lluvia de serpentinas y una medallita donada por el joyero del barrio.

Después, el maestro Oscar me dijo:

–nos sentimos tan unidos, que me dan ganas de dejarlos a todos repetidores.

Y una de las alumnas, que había venido a la capital desde un pueblo perdido en el campo, se quedó charlando conmigo. Me dijo que ella, antes, no hablaba ni una palabra, y riendo me explicó que el problema era que ahora no se podía callar. Y me dijo que quería al maestro, lo quería muuuucho, porque él le había enseñado a perder el miedo de equivocarse.


Mano de obra

Mohammed Ashraf no va a la escuela.

Desde que sale el sol hasta que asoma la luna, él corta, recorta, perfora, arma y cose pelotas de fútbol, que salen rodando de la aldea paquistaní de Umar Kot hacia los estadios del mundo.

Mohammed tiene once años. Hace esto desde los cinco. Si supiera leer, y leer en inglés, podría entender la inscripción que él pega en cada una de sus obras: Esta pelota no ha sido fabricada por niños.


La recompensa


Sin casa y sin rumbo, sin dónde ni adónde, José Antonio Gutiérrez vivió y creció en las calles de la ciudad de Guatemala.

Para esquivar el hambre, robaba. Para esquivar la soledad, aspiraba pegamento y entonces se convertía en estrella de Hollywood.

Un día, se fue. Se fue lejos, al norte, al Paraíso. Esquivando a la policía, colándose en catorce trenes y caminando mil y una noches, consiguió llegar a California. Y allí se metió y se quedó.

Seis años después, en el barrio más miserable de la capital guatemalteca, los golpes en la puerta despertaron a Engracia Gutiérrez. Unos señores de uniforme venían a notificarle que su hermano José Antonio, enrolado en el Cuerpo de Marines, había muerto en Irak.

Aquel niño de la calle había sido la primera baja de las fuerzas invasoras en la guerra del año 2003.

Las autoridades envolvieron su ataúd en la bandera de las barras y las estréllas y le rindieron honores militares. Y lo hicieron ciudadano de los Estados Unidos, que era el premio que le habían prometido.

La televisión, que trasmitió en vivo y en directo la ceremonia, exaltó el heroísmo del valiente soldado que había caído combatiendo contra las tropas iraquíes.

Después se supo que lo había matado el fuego amigo, como se llaman las balas que se equivocan de enemigo.


Caracoles

Pedimos ayuda a los dioses, a los diablos y a las estrellas del cielo. A los caracoles, nadie pide.

Pero gracias a los caracoles no mueren ahogados los indios shipibos, cada vez que el río Ucayali se pone de mal humor y sus aguas alborotadas invaden la tierra y atropellan cuanta cosa encuentran.

Los caracoles avisan. Antes de cada calamidad, dejan sus huevos pegados a los troncos de los árboles, bastante arriba de la altura adonde llegará la creciente. Y jamás se equivocan en el cálculo.


El diluvio


Harto de tanta desobediencia y pecado, Dios había decidido borrar de la faz de la tierra toda la carne creada por su mano. Iban a ser exterminadas las gentes y las bestias y las sierpes y hasta las aves del cielo.

Cuando el sabio Johannes Stoeffler dio a conocer la fecha exacta del segundo diluvio universal, que iba a sepultar a todos bajo las aguas el día 4 de febrero de 1524, el conde von Igleheim se encogió de hombros. Pero entonces ocurrió que Dios en persona se le apareció en sueños, barba de relámpagos, voz de trueno, y le anunció:

–Morirás ahogado.

El conde von Igleheim, que era capaz de repetir la Biblia entera de memoria, saltó del lecho y mandó llamar de urgencia a los mejores carpinteros de la región. Y en un santiamén apareció en las aguas del río Rin una inmensa arca flotante, alta de tres pisos, hecha de maderas resinosas y calafateada por dentro y por fuera. Y el conde se metió en ella, con su familia y toda su servidumbre y víveres en abundancia, y llevó al arca una pareja de macho y llembra de cada especie de todos los bichos que poblaban la tierra y el aire. Y esperó.

Cayó lluvia en el día señalado. No mucha, fue más bien Iloviznita; pero las primeras gotas bastaron para desatar el pánico y una multitud enloquecida invadió los muelles y se apoderó del arca.

El conde opuso resistencia y fue arrojado a las aguas del río, donde ahogado murió.


Redes

En las arenas de la barra de Guaratiba, suenan las carcajadas de las gaviotas. Las barcas están descargando peces y sucedidos.

Uno de los pescadores, Claudionor da Silva, se estruja la cabeza, y arrepentido gime. Había atrapado un pargo de buen tamaño, pero el pez señaló hacia atrás con una aleta, y dijo: "Ahí viene otro, mucho más grande que yo". Y él le creyó, y lo dejó escapar.

Jorge Antunes muestra su ropa nueva: llevaba varios días perdido en la mar, y un oleaje violento lo dejó desnudo y se llevó su bidón de agua dulce. Ya se había resignado a morir de sol y de sed, cuando la red le trajo un tiburón que tenía, en la barriga, una lata de Coca–Cola bien fría y un sombrero, un pantalón y una camisa sin estrenar.

Reinaldo Alves ríe con todos sus dientes postizos. No es por despreciar, dice, pero buena fortuna, lo que se dice buena fortuna, tuvo él. En plena navegación, perdió su dentadura. Estornudó y la dentadura voló al agua. Se zambulló, la buscó, no la encontró. Y un par de días después, tuvo la suerte de pescar el lenguado que la estaba usando.


Camarones

A la hora de los adioses del día, los pescadores preparan sus atarrayas en las costas del golfo de California. Cuando el sol, el viejo mago, echa su fogonazo final, ya las canoas se deslizan entre los islotes de la costa. Allí, esperan la luna.

Durante el día, los camarones han estado escondidos en el fondo de las aguas, bien pegados al barro o a la arena. Apenas la luna se deja ver en el cielo, los camarones suben. La luz de la luna los llama, y allá van. Entonces los pescadores arrojan las redes, plegadas al hombro, y las redes se abren como alas en el aire y en la caída los atrapan.

Así, viajando hacia la luna, los camarones encuentran su perdición.

Nadie diría, al verlos, que estos bichos barbones tienen tanta tendencia a la poesía, con lo feítos que son; pero cualquier boca humana, al saborearlos, da fe.


La mar

Rafael Alberti ya llevaba casi un siglo en el mundo, pero estaba contemplando la bahía de Cádiz como si fuera la primera vez.

Desde una terraza, echado al sol, perseguía el vuelo sin apuro de las gaviotas y de los veleros, la brisa azul, el ir y venir de la espuma en el agua y en el aire.

Y se volvió hacia Marcos Ana, que callaba a su lado, y apretándole el brazo dijo, como si nunca lo hubiera sabido, como si recién se enterara:

–Qué corta es la vida.


Lluviazón

El cielo se partió, se abrió de un tajo, y volcó toda el agua que tenía. Llovió como si el cielo quisiera vaciarse para siempre; y toda la lluvia cayó sobre la mar.

A través de las aguas que se extendían, alborotadas, de horizonte a horizonte, navegaba un buque de guerra. Tumbado en cubierta, con las manos bajo la nuca, un joven soldado se dejaba empapar. Y se hacía preguntas.

Aunque estaba cumpliendo el servicio militar, lo suyo era la ciencia. Él nunca había visto llover en alta mar, y estaba buscando explicación para semejante disparate. Como buen científico, ese soldadito creía, o quería creer, que a veces la naturaleza se hace la loca, simula demencia, pero ella siempre sabe lo que hace.

Isaac Asimov pasó horas y horas allí tendido, acribillado por la fusilería del cielo, y no encontró ninguna respuesta. ¿Por qué la naturaleza echa agua a la mar, que tiene agua de sobra, habiendo en el mundo tantas tierras muertas de sed, que a las nubes imploran un favorcito?


La sequía

Lamin Sennah y sus hermanos habían dejado de jugar. Desde que la sequía empezó, estaban dedicados a escarbar, en vano, la tierra bombardeada por el sol.

La madre desnudó sus orejas y su cuello, vendió sus aros y sus collares, y después fue vendiendo sus ropas y las cosas de la casa.

En el centro de la casa sin nada, ella encendía el fuego, cada día, para lo poquito que nadaba en la olla.

Comieron los últimos granos.

La madre seguía encendiendo el fuego, para que los vecinos vieran el humo.

Largo estado de sitio: cercados por la sequía, Lamin y sus hermanos pasaban las noches con los ojos abiertos y pasaban los días bostezando sin parar y temblando como si hiciera frío. Sentados alrededor del fuego, los brazos escuálidos sobre las rodillas, ya ni siquiera suplicaban lluvia al cielo.

Entonces la madre se fue y regresó sin la cucharita de plata que ella guardaba, escondida, bajo el piso.

La cucharita, su secreto tesoro, su única herencia, había sido de los abuelos de sus abuelos, mucho antes de que Gambia, su país, fuera un país.

Esa última venta les dio algún bocado que comer.

–Pero ella se apagó –cuenta Lamin.

La madre ya no pudo levantarse más. Ya no hubo fuego en el centro de la casa.


El campesino


Angelo Giuseppe Roncalli, nacido y crecido en huerta pobre, no lloraba de emoción cuando evocaba su infancia campesina:

–Los hombres –decía– tienen tres maneras de arruinarse la vida: las mujeres, los juegos de azar y la agricultura. Mi padre eligió la más aburrida.

Pero él subía, cada día, a la Torre del Viento, la torre más alta del Vaticano, y allí se sentaba a mirar. Catalejo en mano, echaba una rápida ojeada sobre las calles y después buscaba las siete colinas de las afueras de Roma, donde la tierra es tierra todavía. Y en la contemplación del lejano verderío pasaba las horas, hasta que el deber lo obligaba a interrumpir la comunión.

Entonces, Angelo se ponía el manto blanco, con su lapicera y su cruz al pecho, las únicas propiedades que tenía en este mundo, y regresaba al trono donde volvía a ser el papa Juan XXIII.


Familia


Jerónimo, el abuelo de José Saramago, no tenía letras, pero era sabido; y callaba lo que sabía.

Cuando se enfermó, supo que había llegado su hora. Y calladamente caminó por el huerto, deteniéndose de árbol en árbol, y uno por uno los abrazó. Abrazó a la higuera, al laurel, al granado y a los tres o cuatro olivos.

En el camino, un automóvil esperaba.

El automóvil se lo llevó hacia Lisboa, hacia la muerte.


Semillas

En Brasil, los campesinos preguntaron: ¿Por qué hay tanta gente sin tierra habiendo tanta tierra sin gente? Les respondieron a balazos.

Pero el miedo era su única herencia, y lo habían perdido. Siguieron preguntando, y conquistando tierras, y cometiendo el delito de querer trabajar.

Fueron millones y siguieron preguntando. Preguntaron: ¿Por qué se permite que las torturas químicas atormenten a la tierra? Y también: ¿Qué será de nosotros si las semillas dejan de ser semillas?

A principios del año 2001, los campesinos sin tierra invadieron una plantación experimental de semillas genéticamente modificadas, de la empresa Monsanto, en Río Grande do Sul. No dejaron en pie ni una sola planta de soja artificial.

La plantación se llamaba Náo me toque.


Señor que calla

En la época colonial, el Cerro Rico de Potosí produjo mucha plata y muchas viudas.

Durante más de dos siglos, Europa celebró, en estas heladas alturas de América, una ceremonia occidental y cristiana: día tras día, noche tras noche, daba de comer carne humana a la montaña, a cambio de la plata que le arrancaba.

De cada diez indios que entraban a la boca de los socavones, siete no salían. El exterminio ocurrió en Bolivia, que todavía no se llamaba así, para que en Europa fuera posible el desarrollo del capitalismo, que tampoco se llamaba así todavía.

En nuestros días, el Cerro Rico es una montaña hueca. Toda su plata se ha marchado lejos, sin decir adiós.

En lengua indígena, Potosí, Potojsi, significa: truena, hace explosión, porque dice la tradición que en tiempos lejanos el cerro tronaba cuando lo lastimaban. Ahora, vaciado, calla.


La carta


Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, perdone el atrevimiento, disculpe la molestia:

–Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.

–Yo?

–Me han dicho que usted puede.

Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:

–Yo puedo escribir, yo sé. Pero una carta así, no sé. –––¿Y para quién es la carta?

–Para... ella.

–¿Y usted qué quiere decirle?

–Si lo sé, no le pido.

Enrique se rascó la cabeza.

Esa noche, puso manos a la obra.

Al día siguiente, el albañil leyó la carta:

–Eso –dijo, y le brillaron los ojos–. Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería decir.


Las cartas

Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid.

Leyó la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. ¡Cuánto he pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía, desde lejos, su primera misiva. Olía a rosas el papel rosado, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.

El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo a España una nueva carta de Georgina. Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonada formal y créame si acuso a m¡ enemiga timidez. Y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban entre el norte y el sur, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada.

Cuando Puan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano.

Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, el nombre, las cartas, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra.

Con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa hija de todos ellos que no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía.

En eso, llegó la carta de Juan Ramón anunciando su viaje. El poeta iba a embarcarse hacia Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría.

Reunión de emergencia. ¿Qué se podía hacer? ¿Confesarlo todo? ¿Cometer esa crueldad? Debatieron el asunto durante horas y horas, hasta que tomaron la decisión.

Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama urgente desde Lima: Georgina Hübner ha muerto.


Diccionario de los colores

Según los indios que sobreviven a orillas del río Paraguay, el plumaje da colores y poderes.

Las plumas verdes del loro no sólo regalan señorío al cuerpo que las luce: además, trasmiten vida a las plantas moribundas.

Si no fuera por las plumas rosadas de un ave llamada espátula, la tuna no daría frutos.

Las plumas negras del pato son buenas contra el mal humor.

Las plumas blancas de las cigüeñas ahuyentan las plagas.

El guacamayo ofrece plumas rojas para llamar a la lluvia, y plumas amarillas para atraer las buenas noticias.

Y las plumas grises del avestruz, que tan tristes parecen, dan brío al canto humano.


El rey

En un parque de Gijón, desde las copas de los árboles, alguien grita.

Cuando ya no se escucha nada más que los susurros de la brisa en el follaje, rompe el silencio este grito que suena como un alarido humano.

Es el grito de la noche del pavo real.

Durante el día, él pasea sus resplandores. Arrastrando su larga cola de plumas, siempre vestido de fiesta, se pavonea el pavo. Cuando gira sobre sí mismo y despliega la cola, frondosa corona verdiazul, la luz de su belleza encanta a los caminantes y humilla a las otras aves del parque.

Los patos, ánades, cisnes, gansos, palomas y gorriones vuelan juntos o juntos caminan o navegan por el lago; juntos charlan, comen, duermen. Pero el pavo real vive sin nadie, lejos de los demás pavos reales, y con nadie se junta. A nadie mira el que nació para ser mirado.

Cuando llega la noche, y ya la gente se ha ido, él vuela hacia la alta rama de algún árbol vacío, y se echa a dormir. Solo.

Entonces, grita.


Historia del arte

–¡Mira, papá! ¡Bueyes!

Marcelino Sautuola echó atrás la cabeza. Y a la luz del farol, vio. No eran bueyes. En el techo de la caverna, manos maestras habían pintado bisontes, ciervos, caballos y jabalíes.

Poco después, Sautuola publicó un folleto sobre esas pinturas que había encontrado, de la mano de su hija, en la cueva de Altamira. Eran, según él, obras prehistóricas.

De todas partes acudieron espeleólogos, arqueólogos, paleontólogos, antropólogos: nadie le creyó. Se dijo que el autor de las pinturas era un artista francés, amigo de Sautuola, o algún otro chistoso de la vanguardia estética europea.

Después, se supo. Aquellos remotos cazadores del paleolítico no sólo habían perseguido a los animales. Por conjuro contra el hambre y contra el miedo, o por el puro y simple porque sí, también habían perseguido a la belleza que huía.


Volantines


Acaba la estación de las lluvias, el tiempo refresca, en las milpas el maíz ya se ofrece a la boca. Y los vecinos del pueblo de Santiago Sacatepéquez, artistas de las cometas, dan los toques finales a sus obras.

Son todas diferentes, nacidas de muchas manos, las cometas más grandes y más bellas del mundo.

Cuando amanece el Día de los Muertos, estos inmensos pájaros de plumas de papel se echan a volar y ondulan en el cielo, hasta que rompen las cuerdas que los atan y se pierden allá arriba.

Aquí abajo, al pie de cada tumba, la gente cuenta a sus muertos los chismes y las novedades del pueblo. Los muertos no contestan. Ellos están gozando esa fiesta de colores que ocurre allá donde las cometas tienen la suerte de ser viento.


El precio del arte


Europa había tenido la gentileza de civilizar el África negra. Le había roto el mapa y se había tragado sus pedazos; le había robado el oro, el marfil y los diamantes; le había arrancado a sus hijos más fuertes y los había vendido en los mercados de esclavos.

Para completar la educación de los negros, Europa les obsequió numerosas invasiones militares de castigo y escarmiento.

A fines del siglo diecinueve, los soldados británicos llevaron a cabo, en el reino de Benín, una de esas operaciones pedagógicas. Después de la carnicería, y antes del incendio, se llevaron el botín. Era la mayor colección de arte africano jamás reunida: una enorme cantidad de máscaras, esculturas y tallas arrancadas de los santuarios que les daban vida y amparo.

Esas obras venían de mil años de historia. Su perturbadora belleza despertó, en Londres, alguna curiosidad y ninguna admiración. Los frutos del zoológico africano sólo interesaban a los coleccionistas excéntricos y a los museos dedicados a las costumbres primitivas. Pero cuando la reina Victoria mandó el botín a remate, el dinero alcanzó para pagar todos los gastos de su expedición militar.

El arte de Benín financió, así, la devastación del reino donde ese arte había nacido y sido.


Flautas

Bailar la vida, comer la vida: la ciudad de Sibaris, al sur de lo que ahora llamamos Italia, estaba consagrada a la música y a la buena mesa.

Pero los sibaritas quisieron ser guerreros, tuvieron sueños de conquista; y Sibaris fue aniquilada. Crotona, la ciudad enemiga, la borró del mapa hace veinticinco siglos.

A orillas del golfo de Tarento, ocurrió la batalla final.

Los sibaritas, educados en la música, fueron por la música vencidos.

Cuando la caballería de Sibaris se lanzó a la carga, los soldados de Crotona desenvainaron sus flautas. Los caballos reconocieron la melodía, cortaron el galope en seco, se alzaron en dos patas y se pusieron a bailar. No era el momento más oportuno, dadas las circunstancias, pero los caballos siguieron bailando, según era su gusto y costumbre, mientras sus jinetes huían y las flautas no dejaban de sonar.

Eduardo Galeano - BOCAS DEL TIEMPO

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